La comida por definición se come y bebe para nutrirse, y lo que hace el director vietnamita Trần Anh Hùng es justo eso, nutrir los sentidos con una puesta en escena elegante y llena de preciosismo que no niega la calidad narrativa y visual de este director recordado por El olor de la papaya verde (1993), otra bella película, pero lo que logró en El sabor de la vida es maravilloso.
Se trata de una adaptación de la novela La Vie et la passion de Dodin-Bouffant, gourmet del escritor y experto gastronómico suizo Marcel Rouff. El sabor de la vida presenta una maravillosa Juliette Binoche como Eugénie que, aunque puede que ciertos papeles como este, tiendan a aparecerse en su carrera, este, en mi opinión toma lo mejor de películas como Los amantes del siglo (1999) y Chocolate (2000) para demostrar una vez más su madurez como actriz.
Esta historia está bellamente equilibrada por el actor francés Benoît Magimel como Dodin Bouffant, un experimentado chef que lleva la devoción por la comida y su elaboración para fundirlos en una poesía visual, donde por momentos pareciera que los olores salieran de la pantalla y el calor de las ollas humeantes desprendieran sentimientos elaborados por las manos de quien los preparan.
El sabor de la vida está ambientada en el mundo de la gastronomía francesa en 1885, y muestra la relación entre Eugenie, una cocinera de alto prestigio, y Dodin, el gastrónomo para el que trabaja desde hace 20 años, cada vez más enamorados. Su vínculo se convierte en un romance y da lugar a deliciosos platos que impresionan incluso a los chefs más ilustres del mundo.
La cinta va más allá de una historia de amor, que es la excusa narrativa para abordar temas como la muerte, la soledad, el amor, lo efímeras que son todas las cosas y el sentido de existir. El director vietnamita encuentra una narrativa sin prisa, pero sin pausa, por medio de planos secuencias desde el inicio de la película, que permiten apreciar cómo por medio de la dedicación y la precisión se llevan a cabo la preparación de recetas establecidas en la alta cocina, que, por medio del recorrido de la cámara encuentran ese deguste que se convierte en algo casi hipnótico para los que presenciamos esa delicada danza llena de sabor y sentimientos.
La química de Binoche y Magimel brilla en pantalla, que ofrecen más que una historia entre ellos dos, ya que sus sentimientos promueven el conocimiento conjunto y sus experiencias culinarias trascienden, saciando más que paladares expertos y conduciendo con gran ritmo una película de dos horas y diez y seis minutos de duración que pasa volando como la vida.
Trần Anh Hùng logra una gran dirección desde los delicados encuadres y los detalles en cada plano que invitan al espectador a ser parte de los procesos creativos desde la cocina, accionando para quien esté viendo un ejercicio contemplativo provocativo, jugando con las emociones que genera, y es por eso que el personaje de Pauline (Bonnie Chagneau-Ravoire) juega un papel importante ya que el concepto de inocencia y gravedad frente al espectador no lo deja alejarse de la historia cuando uno mismo es un completo ignorante de la alta cocina francesa, gracias a ello puede conectar más con la historia.
El sabor de la vida tiene momentos únicos que terminan, como todo en la vida, pero lo que perdura es lo que hacemos y vivimos como si fuera lo último que podríamos hacer, como la exquisita secuencia de preparación de Dodin para su querida Eugenie que, gracias al cine, podemos ver una y otra vez.
Una película con una narrativa clásica que toma muchas metáforas de la vida que estarán presentes en nuestra existencia, que nos recuerda que el tiempo y las emociones que fabricamos con ese maravilloso regalo, dependen de cada uno. ¡Salud!
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